Cuentos e historias: La boda de mi hermana

Os dije que el sábado pasado se casaba mi hermana y que os iba a contar cómo había ido la cosa. Pues aquí voy.

Llegamos a la iglesia.

Mi hermana había preparado cuidadosamente todo el sarao, pero yo me encargué de aportar también mi granito de arena. Vaya que sí. Por ejemplo: para que cantasen, había contratado a los mismísimos ángeles. Anda que no es chula la tía: se casa, y con un coro de ángeles. Como si fuese barato conseguir que bajen tropecientos angelitos a cantar a tu boda… Pues a todo lujo, oye.



Pero yo andaba un poco pelado de dinero (para qué lo vamos a negar: sinceridad al poder), así que se me había ocurrido una idea. Me apañé unas escopetas de aire comprimido, y desde los bancos del fondo monté un chiringuito: «tiro al ángel». Por 500 pelas podías disparar tres tiros a los angelitos que andaban flotando por ahí. Y si le dabas a alguno, tenías premio: podías elegir entre una botella de aguardiente, o una muñeca hinchable.
Esa era la idea, porque anduve un poco mal de tiempo y no pude comprar ni el aguardiente, ni las muñecas. Así que el premio se quedó en elegir entre pegarle un trago a la pila de agua bendita, o llevarse la estatua de un santo.
Al principio no se animaba mucha la gente, pero no veas lo larga que es una boda. Y quieras que no, los invitados se aburren. ¿Y qué mejor para matar el tiempo? Pues matar angelitos (si es que yo, vista empresarial, la tengo de lince).

Y en un pis-pas se puso aquello que no veas: tiros por todos lados, pajarracos de esos gritando como locos, los invitados que se pegaban por coger las escopetas… Menudo espectáculo. Y los angeles, que no sabían lo del tiro al pichón (mira por dónde, se me había olvidado «comentárselo». Jejeje…), pues que caían como moscas. Estaba todo lleno de plumas flotando en el aire. ¡Si casi no se veía el altar! Pero para lo que estaba pasando allí… Una boda más. ¡Psé!

En un cuarto de hora gané una pequeña fortuna. Eso sí: la pila de agua bendita se quedó más seca que seca. Y la única estatua que no se llevaron fue la de San Severino, porque era más fea que el Fari comiendo limones. Pero todas las demás volaron. No creo que se diese cuenta el cura, porque por cada estatua que faltaba, teníamos un par de angelitos para poner en los pedestales. Así que ni se notó. Ahora, ruido… lo que se dice ruido… sí que hicimos un poquito.
Aunque había un ángel que se resistía que daba gusto: planeaba, hacía picados con tirabuzones, subía en vertical… Vamos, que parecía un F-15. Y claro: eso me vino que ni pintado. Porque los invitados se encabronaban y me decían: «dame otros tres tiros, que a ese hijoputa me lo cargo yo como que me llamo Raimundo». Y zapa, otras 500 pelas. Pero no había manera de darle. El angelito aquel me hizo rico. No le di un beso, porque el pobre estaba escondido detrás de los tubos del órgano, y de allí no lo sacábamos ni a tiros (mira qué bien me viene la expresión ésta).

De los primeros veinte minutos de la boda, es poco lo que os puedo contar. Porque con lo del «tiro al angel», presté poca atención a la ceremonia.
Total, que cuando llegó la hora de que cantase el coro de ángeles, allí no cantaban ni los grillos. Lo único que se oía era un sollozo que salía de detrás del órgano, y un balbuceo así como «no siento las piernas…» o algo parecido. Pero yo ya lo tenía previsto, así que le di al play de los walkman que llevaba, subí a tope el volúmen, y le di caña a una cinta de los Chunguitos que llevaba preparada.
Mi hermana estaba tan emocionada por el detalle, que se le saltaban las lágrimas. Tan tan emocionada, que le rechinaban los dientes, y estaba roja como una caldera a presión. Y yo, satisfecho: todo sea por hacer feliz a mi hermana en el día más importante de su vida.
Acabada la canción de los Chunguitos, me acerqué a las primeras filas y mi hermana se giró para hacerme el signo de «todo perfecto» con las manos. Hacía como si estuviese escurriendo un trapo mojado. Yo le sonreí y le dije que esperase, que lo mejor estaba por llegar. Casi le da un desmayo de la ilusión.
Mi hermana le había pedido a mi hermano (somos tres) que leyese la primera lectura. Que le hacía mucha ilusión. La carta de San Juan a los Filisteos. Y mi hermano se subió al púlpito, se acercó al libro y empezó a leer en voz alta: «Nuevo Testamento. Edición completa bilingüe. Madrid, 1976. Editorial…». Pero el cura le interrumpió: «¡Psshht! ¡¡PSSHHT!! Más, más…». Y le hacía gestos como de que pasase páginas.

Y mi hermano pasó páginas. Vaya que si pasó. Se quedó callado un momento, carraspeó y dijo: «Hermanos… hermanas… AMEN».

Y el cura empezó a bailar como si tuviese pulgas: «Más atrás, más atrás…». Pero el peque (mi hermana, la que se casaba, es la mayor; y yo voy en medio) es cabezota como él solo. Y le contestó: «Anda y que te follen, que me estás mareando. He dicho Amén, así que amén». Se estiró los faldones de la chaqueta y bajó triunfal de la tarima.

Yo sé lo de «anda y que te follen», porque estaba cerca, y los demás invitados también lo saben, porque el micrófono todavía estaba encendido. Pues no me sentí yo orgulloso de mi hermano ni nada. Con qué claridad había leído. Si ya lo decíamos todos cuando era pequeño: ¡teólogo!, tenía que haber sido teólogo. Pero él no quiso, y se hizo butanero. Cosas de la vida, qué le vamos a hacer.

Mira, con lo del «anda y que te follen» le dio un toque divertido a la ceremonia. Lo que nos pudimos reir.

Pasada la primera lectura, era cuando el cura tenía que dar su pequeña charlita. Todos sabemos que esa parte es la más peñazo, así que yo saqué la nevera portátil y empecé a pasear entre los bancos: «Al barqui, barquiiii… Al rico parisieeeenn… Tengo fantalimónaranjacocacolaysuésss… Veinte duritos el refresco, doscientas el barquilloooo…». ¡Me los quitaban de las manos!

Ni siquiera me duraron todo el tiempo que estuvo hablando el cura. Los de los primeros bancos se pusieron morados, y para cuando llegué a los últimos, no hacían más que preguntarme: «¿No te queda de naranja? ¿Y de limón? ¿Tampoco?». Los pobrecitos. Con la sudada que se habían dado con las escopetas, y ya no me quedaban refrescos. La verdad es que me sentí un poco mal. Pero bueno, así es la vida.
Pero os decía que lo que llevaba en la nevera no duró ni hasta que acabase de hablar el cura.
Hombre, bien es cierto que los primeros cinco minutos tampoco habló mucho. Más bien me observaba con los ojos bien abiertos, sin decir nada. Y boqueaba como un pez fuera del agua. Para mí que quería un «sués» y no tenía cambio. Para cuando se arrancó a hablar, ya casi no quedaban bebidas. Y total, para lo que dijo… todo balbuceos. Si ya le dije yo a mi hermana: «no te fies de este cura, que tiene pinta de beber un poco…».
Pues ya soltó su discursito, y llegamos a lo de los anillos. Empieza el cura a decir: «los anillos… los anillos…», Y mi hermana, que es una copiona, también: «los anillos, los anillos…». Vamos, que en dos minutos estaba toda la iglesia coreando: «LOSA NIII.. ¡LLOS!… LOSA NIIII…¡LLOS!..». Qué bonito aquello, oye. Y todos mirándome a mí. Así que me sentí un poco protagonista, y empecé a dar palmas al ritmo. Hasta que mi padre también empezó a dar palmas, pero en mi cogote: «¿Dónde coño tienes los anillos?».
Mira, se me congeló la sonrisa de golpe, y se me nubló la vista. Casi me da un patatús. Fue así, como un flash: vi los anillos en la repisa del baño, junto a la maquinilla de afeitar. ¡Joder, los putos anillos!

Me los había dejado en casa.

Pero hice como que no pasaba nada. Y de cara a los invitados, les hice gestos con las manos de que se callasen. Que con ese escándalo, a ver quién se concentra en la boda, ¿no? Metí la mano en un bolsillo, ¿y qué encontré? Nada. En el otro. Nada. En los de la chaqueta: nada. Nada, nada, nada… Sólo tenía la cartera.

Así que saqué la cartera, y miré a ver lo que había dentro: el bono del metro, un ticket para un 2×1 en el Burguer King, el carnet de la biblioteca, una foto del Interviú de Yola Berrocal, un recibo de cuando fui al supermercado a comprar una escobilla para el water, tres billetes del monopoli y dos condones. Uno usado y otro sin usar. Joder, menos mal. Estaba salvado.

Abrí con los dientes el plástico del condón nuevo, y le di los dos al cura. El nuevo y el usado. Sonriendo como si estuviese en la tele. El cura no sonreía tanto, pero para mí que era porque se había quedado sin el «sués». Le dije: «el usado para mi hermana, que quiero que lleve algo mío en este día tan especial». Y me retiré a mi sitio en el banco. Muy serio y muy formal.
Mira, estaban para echarse a llorar de lo guapos que se les veía. Allí los dos abrazaditos, y con un condón cada uno en el dedo corazón. Mirándolo con ojitos de corderitos enamorados. Vaya regalo de bodas que les había hecho: ¡los anillos!, nada menos. Y yo, tonto de mí, con la emoción se me olvidó hacer fotos.

Pero bueno, ya pediré, porque los invitados se hincharon a hacer fotos de lo de los anillos. Para mí que les pareció un detalle original. Sí, va a ser eso.
¿Sabéis? Entonces me dí cuenta de que de verdad el cura se había quedado con las ganas de un refresco. Porque le dijo a una monja que a ver si le podía apañar unos duritos. Y la monja se puso a pasar la cesta entre los invitados. Si lo llego a saber, se la dejo a mitad de precio, hombre. El pobre señor, allí muerto de sed, y por vergüenza no había podido tomarse nada. Ahora sí: a mí eso de pedir me parece de tristeee… Yo siempre lo he dicho: pobre sí; pero honrado también. Y lo de la limosna… vamos, que es lo último. Pero claro, eso es cuestión de educación: que a mí mis padres me han educado muy bien. Y se vé que el cura debió de ser huérfano o algo así.
¿Y el berrinche que se llevó el cura cuando volvió la monja con la cesta? Para verlo y no creerlo, oye. Y todo porque la cesta estaba vacía.
Normal… La gente ya se había dejado un buen dinerito con lo del tiro al ángel, y con los refrescos y barquillos. Y una cosa es gastar, y otra es derrochar. Total, que allí no soltó nadie ni un duro.
Y el cura, que era un envidioso, empezó a pegar gritos y levantar los brazos al cielo. Y se sacó su refresco y su barquillo, y se los zampó de golpe. ¿Tu crees que dijo a ver si alguien quería? Que vaaa… Todo para él. Ni compartir ni nada. Si ya os lo he dicho: huérfano. Seguro.
Pero mira por dónde, tuvo su castigo. Le dio un empacho, o un dolor de tripas de esos que te dan de golpe, o acidez de estómago, o alguna cosa de esas…, y allí se quedó todo doblado y arrodillado. ¡Ni se movía! Me dio una penaa… Ya cuando estaba a punto de acercarme para ver si estaba bien, se levanto y nos miró a todos.
Estaba claro que le habían entrado remordimientos por no compartir. Así que se fue al pasillo, a ver quién quería barquillos de los suyos. ¡Pero si estábamos todos empachados de tanto barquillo!

El único que se acercó fue el tío Damián, que come que no veas. Así está de gordo. Y yo no es por criticar, pero es que está como un elefante.
Y el cura le da un barquillo así de chiquitín. Y el tío Damián se lo come, y le pide otro. Y el cura que no le dá. Y el tío que le dé. Y el otro que no. Y que le dé, y que no…

Pues allí se liaron en una pelea que ni en los mejores partidos de Hockey. Volaban los mamporros más que el angelito F-15. La mayoría en la misma dirección: del tío Damián hacia el cura, eso también es cierto.

Tampoco nos preocupamos mucho, porque en cuanto el cura cayó al suelo, el tío Damián le dio un par de pataditas para que se estuviese quieto, y se dedicó a comerse los barquillos. Y luego, a su sitio.

Y el cura, de vuelta al altar. Un poco más abollado, pero todavía funcionaba.
Estaba quedando una ceremonia redonda. Si no fuese por el primo José Manuel. Que es un cachondo, pero es que a veces se pasa un poco…

Cuando llegaron a lo del beso, los invitados empezaron a corear: «Quese beee… sen. Quese beeee… sen». Y el primo José Manuel, a voz en grito: «Queselaaa fooo… lle. Queselaaa fooo… lle».

Si es que siempre tiene que habe alguien que dé la nota.

Por lo demás, poco más os puedo contar. Porque cuando volví a poner la cinta de los Chunguitos para el canto final, el cura me tiró un libro ASÍ de gordo, y me dejó inconsciente.

El tío rencoroso… Y todo por una «sués» de nada. Si es que hay gente que no tiene educación ni nada.

En resumidas cuentas, que la boda salió a pedir de boca.

(Sacado del blog de Copito en el año 2003)